Acabo de reencontrarme con un viejo amigo que ha pasado buena parte de su vida en el continente africano. Acabada la carrera y barruntando que el panorama profesional en cualquier ilustre capital de provincia era poco halagüeño, Pablo se interesó por la medicina tropical y terminada la especialidad decidió marcharse a Mozambique.
Allí empezó otra vida que le llevo a recorrer casi todos los países de la mitad sur del continente, esos territorios que forman lo mas profundo del África negra y tal vez incivilizada y salvaje.
Me dice que ha hecho de todo, ha ejercido de médico, de brujo y de mago, de poeta y de aldeano, de paria y de señor, de misionero y de humanista, hablando con los nativos, con las piedras, con los árboles, con los animales, con la puntilla de los bordados de plata que deja la espuma de las olas en las riberas de los ríos y el mar, me habla de sus monólogos al anochecer tocando con los dedos la pléyade de estrellas de la bóveda del hemisferio sur, y en su mirada lánguida se dibuja la brutal intensidad del tiempo pasado con gentes necesitadas de todo, absolutamente de todo cuanto podamos imaginar. Oyéndole uno se da cuenta que el tiempo que ha vivido en el continente africano vale por tres vidas en el europeo, y tal vez alguna mas.
Desde la desembocadura del Zambeze, ese río que casi parte el continente en dos mitades, hasta la delgada, roja y desértica línea tórrida de arena fina de la costa de Namibia, pasando por los charcos del Okawango y por mil estepas y sabanas donde se agolpan las aldeas, Pablo ha convivido con pastores, tribus, campesinos, nómadas, rebaños, y todos los animales que todavía son libres porque no han querido nunca ser domesticados pero siguen siendo nuestros amables compañeros planetarios en este viaje a ninguna parte.
Me comenta, con tono nostálgico sus vivencias al pie del Kilimanjaro conviviendo con las penas, los dolores y los alivios de los salvajes del cuarto o quinto mundo. Me dice como su espíritu aventurero se fue transformando casi en misionero.
Además de ejercer la medicina Pablo intentó inculcar, sin lograrlo, una cierta formación cristiana a una población primitiva en apariencia pero esencialmente animista, esa creencia ni mejor ni peor que cualquier otra que postula que todas las cosas tienen un alma o un espíritu, desde el familiar más querido hasta el leopardo, el buitre, el baobap o la acacia.
Me habla de los lentos amaneceres cuando el tiempo se detiene porque no existe. De su empeño en ayudarles a conseguir un cierto progreso, una esperanza de vida a unas gentes que nunca tuvieron nada y que probablemente jamás tendrán algo.
Me cuenta las charlas al atardecer contemplando como el horizonte se come lentamente el enorme melocotón rojo en una larga e interminable puesta de sol. De sus largos ratos de conversación sin fin, sin horas, sin prisas, con todo el tiempo del mundo hablando de esto y de aquello al lado del espejo reflejante del lago Victoria.
Me dibuja con la palabra el paisaje y los animales del Africa negra, salvaje y profunda. Y sigue contando barbaridades.
Me habla del tiempo ganado, nunca perdido, y de los colores de Africa. De los ocres y sienas de la tierra, de los intensos azules del cielo, de los grises plateados y plomizos de las nubes cuando llega la esperada estación de las lluvias, del verde intenso de las praderas y de los amarillos otoñales. De cómo sus soledades despertaron su vena poética que jamás hubiera aparecido estando en el llamado primer mundo. Y me muestra un papel con uno de los poemas que ha escrito sobre el otoño africano.
Ocasos de color piedra
de ladrillos muy gastados,
de atardeceres con luces
opacas tras el verano,
de sueños, que aún se mecen
en senderos olvidados.
Se va el rojo regalado,
se fugan blancos y azules,
y mientras los colores vivos
dicen adiós al verano,
los sienas bailan con brujas
tornando al verde en dorado.
Y el amarillo, escondido,
empieza a asomar gitano
desnudando los arbustos
- presumidos en verano -
de ramas, hojas y tallos,
de verdes, ya trasnochados
que madre melancolía
deja huérfanos y ocres
porque el otoño ha llegado.
Y entre los limones ciegos
por el sol difuminados
- que aquél verano vivieron
el mejor tornasolado -
duerme la vida, vida,
esperando muy despacio
-en el otoñal misterio
de marrones apagados-
clamando a los cuatro vientos:
¡Adiós, azules y verdes!
¡Adiós, colores templados!
¡Adiós, verano caliente!
¡ La explosión se ha terminado !
¡ Aquí empieza nueva vida !
¡ Está llegando el otoño !
¡ Aquí el otoño ha llegado !
Y me habla de los honores para con los invitados que siempre traen noticias, comentarios y otros pensamientos. De la gran riqueza que allí supone tener una gran familia que siempre permanece unida. Y por encima de todo me habla de los abuelos. Cuantos mas abuelos hay en una familia mayor es su rango, su respeto y su prestigio. Allí los abuelos son la sabiduría que se venera por encima de cualquier otro familiar. Los ancianos son un bien. Y se les cuida y se les mima sobremanera, pues son el orgullo y la mayor riqueza de cualquier familia, obsequiándoles con la mejor vida placentera de aquellos pagos.
Me habla de que por esa misma razón allí no saben lo que son los asilos o las residencias. Los abuelos allí no molestan, ni con la familia ni en ninguna parte. Todo lo contrario. Hay auténtica demanda de abuelos y cuanto mas ancianos, mejor.
Y me sigue hablando de sus miserias. Ahora de los niños. Niños que saben jugar entre ellos haciendo prodigios de imaginación. Niños que saben batir palmas para seguir cualquier ritmo. Niños que cantan a tres y cuatro voces. Niños que juegan al guá, a la comba, al escondite. Niños que ven poner un huevo y parir un ternero. Niños que hacen diabluras como corresponde a su edad. Niños que suben y bajan árboles a la velocidad del rayo. Niños que trotan, corren y nadan terminando el día exhaustos. Niños que no saben nada de robótica, ni de androides, ni de marcianitos, ni de play station, ni de televisión.
Ante esta avalancha de excentricidades empiezo a pensar que si aquello es el tercer, cuarto o quinto mundo, algo debe estar pasando en el primero o segundo, si es que es ahí donde corresponde situarnos.
O alguien esta cambiando las prioridades de nuestra vida, de ésta sociedad nuestra, aparentemente nada salvaje.
Adiós Pablo, nos veremos en Tanganika.
Cinco
04.02.2006
Allí empezó otra vida que le llevo a recorrer casi todos los países de la mitad sur del continente, esos territorios que forman lo mas profundo del África negra y tal vez incivilizada y salvaje.
Me dice que ha hecho de todo, ha ejercido de médico, de brujo y de mago, de poeta y de aldeano, de paria y de señor, de misionero y de humanista, hablando con los nativos, con las piedras, con los árboles, con los animales, con la puntilla de los bordados de plata que deja la espuma de las olas en las riberas de los ríos y el mar, me habla de sus monólogos al anochecer tocando con los dedos la pléyade de estrellas de la bóveda del hemisferio sur, y en su mirada lánguida se dibuja la brutal intensidad del tiempo pasado con gentes necesitadas de todo, absolutamente de todo cuanto podamos imaginar. Oyéndole uno se da cuenta que el tiempo que ha vivido en el continente africano vale por tres vidas en el europeo, y tal vez alguna mas.
Desde la desembocadura del Zambeze, ese río que casi parte el continente en dos mitades, hasta la delgada, roja y desértica línea tórrida de arena fina de la costa de Namibia, pasando por los charcos del Okawango y por mil estepas y sabanas donde se agolpan las aldeas, Pablo ha convivido con pastores, tribus, campesinos, nómadas, rebaños, y todos los animales que todavía son libres porque no han querido nunca ser domesticados pero siguen siendo nuestros amables compañeros planetarios en este viaje a ninguna parte.
Me comenta, con tono nostálgico sus vivencias al pie del Kilimanjaro conviviendo con las penas, los dolores y los alivios de los salvajes del cuarto o quinto mundo. Me dice como su espíritu aventurero se fue transformando casi en misionero.
Además de ejercer la medicina Pablo intentó inculcar, sin lograrlo, una cierta formación cristiana a una población primitiva en apariencia pero esencialmente animista, esa creencia ni mejor ni peor que cualquier otra que postula que todas las cosas tienen un alma o un espíritu, desde el familiar más querido hasta el leopardo, el buitre, el baobap o la acacia.
Me habla de los lentos amaneceres cuando el tiempo se detiene porque no existe. De su empeño en ayudarles a conseguir un cierto progreso, una esperanza de vida a unas gentes que nunca tuvieron nada y que probablemente jamás tendrán algo.
Me cuenta las charlas al atardecer contemplando como el horizonte se come lentamente el enorme melocotón rojo en una larga e interminable puesta de sol. De sus largos ratos de conversación sin fin, sin horas, sin prisas, con todo el tiempo del mundo hablando de esto y de aquello al lado del espejo reflejante del lago Victoria.
Me dibuja con la palabra el paisaje y los animales del Africa negra, salvaje y profunda. Y sigue contando barbaridades.
Me habla del tiempo ganado, nunca perdido, y de los colores de Africa. De los ocres y sienas de la tierra, de los intensos azules del cielo, de los grises plateados y plomizos de las nubes cuando llega la esperada estación de las lluvias, del verde intenso de las praderas y de los amarillos otoñales. De cómo sus soledades despertaron su vena poética que jamás hubiera aparecido estando en el llamado primer mundo. Y me muestra un papel con uno de los poemas que ha escrito sobre el otoño africano.
Ocasos de color piedra
de ladrillos muy gastados,
de atardeceres con luces
opacas tras el verano,
de sueños, que aún se mecen
en senderos olvidados.
Se va el rojo regalado,
se fugan blancos y azules,
y mientras los colores vivos
dicen adiós al verano,
los sienas bailan con brujas
tornando al verde en dorado.
Y el amarillo, escondido,
empieza a asomar gitano
desnudando los arbustos
- presumidos en verano -
de ramas, hojas y tallos,
de verdes, ya trasnochados
que madre melancolía
deja huérfanos y ocres
porque el otoño ha llegado.
Y entre los limones ciegos
por el sol difuminados
- que aquél verano vivieron
el mejor tornasolado -
duerme la vida, vida,
esperando muy despacio
-en el otoñal misterio
de marrones apagados-
clamando a los cuatro vientos:
¡Adiós, azules y verdes!
¡Adiós, colores templados!
¡Adiós, verano caliente!
¡ La explosión se ha terminado !
¡ Aquí empieza nueva vida !
¡ Está llegando el otoño !
¡ Aquí el otoño ha llegado !
Y me habla de los honores para con los invitados que siempre traen noticias, comentarios y otros pensamientos. De la gran riqueza que allí supone tener una gran familia que siempre permanece unida. Y por encima de todo me habla de los abuelos. Cuantos mas abuelos hay en una familia mayor es su rango, su respeto y su prestigio. Allí los abuelos son la sabiduría que se venera por encima de cualquier otro familiar. Los ancianos son un bien. Y se les cuida y se les mima sobremanera, pues son el orgullo y la mayor riqueza de cualquier familia, obsequiándoles con la mejor vida placentera de aquellos pagos.
Me habla de que por esa misma razón allí no saben lo que son los asilos o las residencias. Los abuelos allí no molestan, ni con la familia ni en ninguna parte. Todo lo contrario. Hay auténtica demanda de abuelos y cuanto mas ancianos, mejor.
Y me sigue hablando de sus miserias. Ahora de los niños. Niños que saben jugar entre ellos haciendo prodigios de imaginación. Niños que saben batir palmas para seguir cualquier ritmo. Niños que cantan a tres y cuatro voces. Niños que juegan al guá, a la comba, al escondite. Niños que ven poner un huevo y parir un ternero. Niños que hacen diabluras como corresponde a su edad. Niños que suben y bajan árboles a la velocidad del rayo. Niños que trotan, corren y nadan terminando el día exhaustos. Niños que no saben nada de robótica, ni de androides, ni de marcianitos, ni de play station, ni de televisión.
Ante esta avalancha de excentricidades empiezo a pensar que si aquello es el tercer, cuarto o quinto mundo, algo debe estar pasando en el primero o segundo, si es que es ahí donde corresponde situarnos.
O alguien esta cambiando las prioridades de nuestra vida, de ésta sociedad nuestra, aparentemente nada salvaje.
Adiós Pablo, nos veremos en Tanganika.
Cinco
04.02.2006
2 comentarios:
Diríase que algunos ojos gozan más que otros del privilegio de beber (y aún de ahogarse) en las fuentes de la vida aunque, posiblemente, no sea así; puede que vida sea toda, o ninguna, o que ilusión y la desdicha moren por igual en todas partes. Puede que el privilegio consista en poder mudar libremente de escenario, o en disponer del poder suficiente para que nadie nos haga mudar del que libremente hayamos elegido. En cualquier caso, mis felicitaciones a Pablo, a quién todo un mundo parece haber adoptado y acogido.
Exquista narrativa, y las musas no están con Serrat, están con cinco ...
Epígrafe ... (versión fémina)
Publicar un comentario